Estaba cenando el sábado con unos amigos y charlando de temas varios salió a relucir el de la privatización de la limpieza que ha llevado a cabo el Ayuntamiento de Huesca y que ha supuesto para los empleados una reducción de su
salario a 600 €. No está mal el mordisco. Una aproximación destacada al plato
de arroz chino como salario (a pesar de eso, todo un lujo, ya que los becarios, ni eso).
¿Cómo se puede vivir con 600 € al mes? Y si tienen hipoteca
estos trabajadores ya ni te cuento. Obviamente a estos niveles salariales no puede
haber consumo ni por asomo. ¿No se dan cuenta en este país que en China el
nivel salarial de subsistencia (es decir pagar para que vistan harapos y coman)
es posible ya que el consumo es externo? ¿Pero el consumo español es externo?
¿Vivimos totalmente de las exportaciones? Evidentemente la respuesta es que no
y por lo tanto muchas empresas, en la medida que van bajando los salarios, observan/observarán
como bajan sus ventas y así tenemos lo comido por lo servido, pero con un país
en ruta al tercermundismo.
Defendía uno de los contertulios la reducción salarial, ya
que afirmaba que es la única alternativa que tenemos para sanear nuestra
economía. Parece ser que no hay otra que los trabajadores paguen los desaguisados. El mensaje, a fuerza de repetirlo, se lo acaba creyendo la gente, como lo de que "vivíamos por encima de nuestras posibilidades".
PUES NO. Hay muchas otras soluciones como es obvio. Lo que pasa es
que tenemos un gobierno ultraliberal, que aplica el recetario neoliberal y
naturalmente al CAPITAL, ni se le toca, ya que lo que se persigue es un proceso sin fin (mientras la sociedad aguante, ¡y lo que está aguantando!) de traspaso de las rentas del trabajo a las rentas del capital.
Los economistas Amparo Estrada (coord.), Eduardo Gutiérrez, Alejandro Inurrieta y Alberto Montero, publicaron el año pasado un trabajo titulado "Qué hacemos para construir una alternativa con la que mostrar que es posible otra política económica"
(editado por Akal) en el que exponen claramente las muchas posibilidades que
tenemos para obtener ese dinero que está saliendo de los bolsillos de los más
desfavorecidos a base de recortes y de impuestos.
He aquí una breve descripción de como es posible cambiar las cosas.
Por ejemplo, cambiar la estructura impositiva y corregir el peso de la imposición indirecta, el IVA sin ir más lejos, que perjudica a las rentas más bajas y reduce el consumo y sustituirlo por incrementos de tipo impositivo a las empresas que declaren beneficios por encima del millón de euros. Las grandes empresas, que en teoría deberían pagar un 30% de impuesto de sociedades, pagan en realidad un 9,9 % (datos ejercicio 2010). En 2006 este porcentaje era del 19,9%. ¿Por qué en plena crisis hemos de bajar estos impuestos y subir el IVA? Hay empresas que gracias a los paraísos fiscales estan pagando un ridículo 4%. Piense, querido lector, en lo que paga usted de IRPF.
622 empresas se autoaplicaron (sin control previo de la Hacienda) reducciones de las bases imponibles en base a deducciones fiscales por valor de 8.522 MM. de euros.
También tenemos el diferente tratamiento para las rentas del capital y las rentas del trabajo. Mientras las primeras tienen un 21% fijo las del trabajo pueden llegar hasta un 56%. 35 puntos de diferencia nada menos y si lo comparamos con el tipo (teórico) del Impuesto de Sociedades (30%), tenemos 26%. Y si comparamos con los tipos reales (9,9%), gracias a las deducciones, ya ni te cuento.
¿Por qué se ha eliminado el Impuesto del Patrimonio (recuperado parcialmente para 2011 y 2012), si tanta falta hace incrementar los ingresos del Estado? ¿No decían que esto lo arreglábamos entre todos? En vez de gravar la riqueza, gravamos la pobreza. ¿Por qué ha de pagar el mismo IVA un utilitario de 9.000 € que un Ferrari de 150.000 euros? ¿Por qué no gravamos los artículos de lujo y los consumos de productos con impacto medioambiental?
¡Y que decir del fraude y de los paraísos fiscales! Diferentes estudios cifran el fraude en España entre el 22,5 y el 24% del PIB. La ecomía sumergida se cifra en unos 212.000 MM. de euros. Se estima que Hacienda deja de ingresar cada año 70.000 MM. de euros en concepto de impuestos y de cuotas a la Seguridad Social. Si no hubiese fraude no habría que hacer ningún recorte. Ni bajar pensiones (que las están bajando). Los propios inspectores de Hacienda indican que sólo bajando el fraude 10 puntos se recaudarían 38.000 MM. de euros.
Por lo tanto lo que no hay es voluntad de aplicar cambios en la fiscalidad y perseguir el fraude. Pero ni PP ni PSOE van a hacerlo. ¿Por que será? ¿Por qué eligen el camino de saquear al asalariado? ¿Dónde está realmente el poder en este momento?
622 empresas se autoaplicaron (sin control previo de la Hacienda) reducciones de las bases imponibles en base a deducciones fiscales por valor de 8.522 MM. de euros.
También tenemos el diferente tratamiento para las rentas del capital y las rentas del trabajo. Mientras las primeras tienen un 21% fijo las del trabajo pueden llegar hasta un 56%. 35 puntos de diferencia nada menos y si lo comparamos con el tipo (teórico) del Impuesto de Sociedades (30%), tenemos 26%. Y si comparamos con los tipos reales (9,9%), gracias a las deducciones, ya ni te cuento.
¿Por qué se ha eliminado el Impuesto del Patrimonio (recuperado parcialmente para 2011 y 2012), si tanta falta hace incrementar los ingresos del Estado? ¿No decían que esto lo arreglábamos entre todos? En vez de gravar la riqueza, gravamos la pobreza. ¿Por qué ha de pagar el mismo IVA un utilitario de 9.000 € que un Ferrari de 150.000 euros? ¿Por qué no gravamos los artículos de lujo y los consumos de productos con impacto medioambiental?
¡Y que decir del fraude y de los paraísos fiscales! Diferentes estudios cifran el fraude en España entre el 22,5 y el 24% del PIB. La ecomía sumergida se cifra en unos 212.000 MM. de euros. Se estima que Hacienda deja de ingresar cada año 70.000 MM. de euros en concepto de impuestos y de cuotas a la Seguridad Social. Si no hubiese fraude no habría que hacer ningún recorte. Ni bajar pensiones (que las están bajando). Los propios inspectores de Hacienda indican que sólo bajando el fraude 10 puntos se recaudarían 38.000 MM. de euros.
Por lo tanto lo que no hay es voluntad de aplicar cambios en la fiscalidad y perseguir el fraude. Pero ni PP ni PSOE van a hacerlo. ¿Por que será? ¿Por qué eligen el camino de saquear al asalariado? ¿Dónde está realmente el poder en este momento?
También defendía el contertulio, buscando argumentos, que la
reducción de salarios era obligada para mantener la COMPETITIVIDAD. Maja
palabra esta que sirve para justificarlo todo. Para competir ¿con quién?, cuando estamos
hablando, por ejemplo, de la reducción de salarios de los trabajadores de la
limpieza del Ayuntamiento de Huesca.
Pero para que quede claro esto de la competitividad, ya de
una vez, nada mejor que referirme a ese excelente libro (que debiera ser de
obligada lectura en los Institutos) de Juan Francisco Martín Seco titulado
“Economía, mentiras y trampas”, que a modo de diccionario, va aclarando los
diferentes conceptos económicos y así evitar que nos manipulen si tenemos las
cosas claras.
Paso a exponer en detalle lo escrito en este libro sobre el
término COMPETITIVIDAD.
"Capacidad para
competir en los mercados de bienes y servicios. A pesar de la sencillez de la
definición, pocos conceptos habrán presentado mayor complejidad y recibido
interpretaciones más divergentes. Pocos también habrán estado tan cargados de
ideología. En realidad, el término aparece como una poderosa arma en el
lenguaje neoliberal para imponer a las poblaciones las medidas más reaccionarias y a los
trabajadores toda clase de sacrificios. Es una coartada perfecta. Se erige como
nuevo dios al que sacrificar todo. Ante sus dictados, ningún otra valor ni
objetivo está legitimado para reclamar derecho alguno.
A la voz de que hay
que ser competitivos se intenta deprimir los salarios reales, redistribuyendo
la renta a favor del capital. Se atacan las cotizaciones sociales y los
impuestos, con lo que resulta imposible mantener un sistema de protección
social. Se propugna la modificación del mercado laboral, destruyendo las
conquistas sociales del pasado, y se retrocede -en fin- hacia modelos
económicos trasnochados que ya fracasaron y fueron superados por los
acontecimientos.
De hecho, este
ídolo no es tan nuevo como algunos pretenden. Es tan vetusto como el sistema
económico, tan antiguo como el intercambio comercial. Bertrand Russell cuenta
en su libro Libertad y organización que en 1815 RobertOwen buscó la
colaboración de Robert Peel con la pretensión de que el Parlamento inglés
votase una ley prohibiendo en la industria del tejido el trabajo de los menores
de diez años, y limitando a doce horas la jornada de los que no hubiesen
cumplido los dieciocho. Medidas tan «generosas» provocaron las iras de los
empresarios, que adujeron -amén de los efectos beneficiosos que para el
carácter de los niños se derivaban de las muchas horas de trabajo, ya que los
hacía laboriosos, obedientes y aplicados- los perjuicios que de tales medidas
se seguirían para las fábricas inglesas, impidiendo que compitiesen en el
mercado internacional, con la consiguiente ventaja para la industria
extranjera.
De haberse asumido
la competitividad como regla suprema, tal como en los momentos presentes se nos
quiere imponer, es seguro que aún penivirían las condiciones laborales de
aquellas fábricas de Escocia, y a ellas retornaremos si adoptamos sus cánones.
En un artículo escrito
en 1994, Paul Krugman salía al paso de esta tendencia, calificando la
competitividad de obsesión peligrosa cuando se aplica a las naciones; mantenía
que en un sentido estricto debería predicarse exclusivamente de las empresas, y
que se cometen muchos errores cuando se analiza la competitividad de un país
como si se tratase de la de una empresa privada.
El concepto de
competitividad remite en primer lugar a las empresas y al mercado. En una
economía de libre mercado, las empresas luchan por obtener un trozo cada vez mayor
de la tarta. Con frecuencia significa robárselo a la compañía rival, ya que en buena
medida la competitividad es un sistema de suma cero: la porción de mercado que
gana una empresa la pierde otra. Bien es verdad que hay un procedimiento para
que ninguna salga perjudicada; consiste en incrementar la totalidad de la
demanda, como consecuencia de aumentar el producto, es decir, la productividad.
Muchos son los
factores que influyen en la capacidad de una empresa para competir. El precio
es uno de ellos, pero no el único, ni siquiera el más importante. Es más, el
precio no depende exclusivamente de los salarios. Los gastos financieros, la
política de compras, la organización de la empresa, los propios procesos de
fabricación, la tecnología, la administración de stocks, etc., son elementos tanto o más importantes que las
retribuciones de los trabajadores a la hora de definir los costes. Además, hay
que tener en cuenta que el precio se determina no solo por ellos, sino también
por la mesura o desmesura de los empresarios al fijar los márgenes comerciales,
esto es, los beneficios.
En una economía de
mercado, y en aquellos sectores en los que existe libre concurrencia, parece
lógico que la competitividad se constituya en uno de los principales objetivos
de las empresas. Pero habrá que recordar que a menudo lo que resulta bueno para
una entidad cuando se aplica de forma individual puede resultar nefasto incluso
para ella misma si el fenómeno se generaliza. Dentro de los cánones de la
economía capitalista, es natural hasta cierto punto que una empresa cuyo
objetivo es conseguir el máxima beneficio pretenda disminuir costes, reduciendo
la más posible los gastos de personal, con la finalidad de apropiarse de una
parte mayor del mercado e incrementar su beneficio. Pero si todas las empresas
practican la misma estrategia, el resultado terminaría por ser negativo para
cada una de ellas. La minoración de salarios puede deprimir el consumo y con él
la actividad y el Producto Interior Bruto (PIB), de manera que aunque alguna obtuviese
una parte mayor del pastel, al hacerse este más pequeño el beneficio podría
verse finalmente reducido.
La óptica se amplía
y adquiere nuevas perspectivas cuando además de referirnos a las empresas
pretendemos predicar el concepto de competitividad de los países. A pesar del
citado artículo de Krugman, lo cierto es que el discurso económico y las
políticas de los gobiernos continúan aplicando el término a la economía
nacional y lo utilizan para justificar las medidas duras y antipopulares. Sin
embargo, la definición de competitividad referida a un país debe ser mucho más
precisa que la de una empresa.
El mismo Krugman en
su libro El internacionalismo moderno
afirma que la definición más popular de competitividad es la de Laura Tyson:
«Nuestra capacidad para producir bienes y servicios que cumplan los tests de la
competencia internacional, mientras nuestros ciudadanos disfrutan de un nivel
de vida a la vez creciente y sostenible». La Organización para la Cooperación y
el Desarrollo Económico (OCDE) ofrece una definición similar, entendiendo la
competitividad como la medida en que una nación, en un sistema de libre
comercio y condiciones equitativas de mercado, puede producir bienes y
servicios que superen la prueba de los mercados internacionales, al tiempo que
mantiene e incrementa el ingreso real de su pueblo a largo plazo.
Ambas definiciones
coinciden en no considerar la competitividad como un fin absoluto y en que no
haya que estar dispuestos a pagar cualquier precio por su consecución. Ser competitivos
¿para qué? De nade vale lograr las cotas más amplias de competitividad en
ciertas industrias o productos si es a
costa de deprimir las condiciones sociales y económicas de la mayoría de la
población. Por otra parte, es cada vez más importante la parcela de la realidad
económica que queda al margen de la competencia y, desde luego, mucho más
extensa la que permanece ajena a la concurrencia internacional. El concepto de
competitividad difícilmente es aplicable -y en muchos casos no sería ni
conveniente- a los bienes y servicios públicos.
En estos se podrá
hablar de eficacia y eficiencia, incluso –y con dificultades- de aumentos en la
productividad, pero en ningún caso de que sean competitivos de acuerdo con los
criterios que aplicamos al tráfico mercantil.
La casi totalidad
del sector servicios permanece excluida de la competencia exterior -en gran
medida tambien de la interna- y resultan prácticamente vanos los titánicos
intentos que se hacen desde posiciones liberales por introducir en ellos concurrencia;
todo lo más que logran es sustituir en algunos sectores un monopolio estatal
por un oligopolio privado. Pero es que, hasta en aquellas industrias sometidas
al comercio internacional, la mayoría de los mercados están lejos de adecuarse
a las pautas de esos modelos de libro de texto que algunos se empeñan en
describirnos. Ni son transparentes, ni concurrenciales, ni perfectos. Nos
movemos en un mundo de economías de escala, donde el coste de producción se
abarata a medida que aumentan las unidades producidas, lo que justifica la
tendencia a ampliar lo más posible los mercados, al tiempo que se persigue el
monopolio, o al menos el oligopolio, ya que cuanto más amplio es el mercado que
se domina, más probabilidades hay de reducir costes. En cierta medida, los
mercados terminan por ser cautivos. La única posibilidad de hacerse un «nicho»
en la fabricación de ciertos productos es mediante cuantiosas acumulaciones de
capital e introduciendo particularidades en los artículos que los singularicen de
alguna manera. Existe, pues, junto a la globalización geográfica, una
fragmentadón de los mercados en la que, en realidad, cada empresa actúa como
monopolista de sus propios productos diferenciados. Se da así un nuevo concepto
de concurrencia, llamada a veces competencia imperfecta o monopolistica en la
que las empresas, lejos de ser precio-aceptantes, tienen una relativa capacidad
para fijar sus precios. Esta nueva organización productiva solo es viable si se
cuenta can mercados extensos, y la rentabilidad será tanto mayor cuanto mayor
sea el volumen de producción y ventas. Se juega, pues, con funciones de costes
marginales decrecientes.
Estas
circunstancias relativizan el papel del precio y, como consecuencia, de los
costes, a la hora de adquirir ventajas comparativas en los mercados
internacionales. La calidad, el diseño, la política comercial, el tamaño de la
empresa, la organización y otras muchas variables, entre las cuales se
encuentran también elementos y características generales del país de que se
trate (infraestructuras, comunicaciones, educación y formación de la mano de
obra, tecnología, funcionamiento correcto de la Administración y de la
justicia), pueden tener una importancia mayor a la hora de competir que el
precio y los costes.
Existen dos formas de
intentar alcanzar la tan ansiada competitividad. La primera es real, correcta, mediante modificaciones efectivas del proceso productivo,
incrementando, pues, la productividad. Se innova, se investiga, se modernizan
las estructuras y las técnicas, se organiza y se utiliza mano de obra cada vez
más cualificada. La segunda es ficticia, artificial. Se encamina exclusivamente
a reducir costes, y por lo tanto el precio, bien modificando el tipo de cambio,
bien disminuyendo las salarios y las cotizaciones sociales, bien rebajando los
impuestos o incrementando las subvenciones. La reducción de los costes en estos
casos no viene motivada por ningún avance en la productividad, sino que es el
simple resultado de artificios, más o menos tramposos, con los que ganar momentáneamente
cuotas de mercado. Momentáneamente, porque hay que suponer que los competidores
no permanecerán impasibles ante estas medidas y reaccionarán de forma igual o
parecida.
El G-20 viene afirmando
que las devaluaciones competitivas no son el mecanismo adecuado para adquirir
una mayor cuota de mercado. Únicamente se conseguiría, dicen, crear el caos en
los mercados de cambio y generar un clima de inestabilidad monetaria: todos los
Estados se adentrarían en una carrera sin fin para depreciar su moneda. Pero
¿por qué no se aplica el mismo criterio cuando se trata de reducir salarios,
desregular el mercado laboral o bajar los impuestos y las cotizaciones
sociales? También en estas materias los otros gobiernos actuarán con similares
medidas, y al final todo quedará igual, ya que la competitividad es un juego de
suma cero. Todo no, los trabajadores vivirán infinitamente peor y se habrán
destruido muchos elementos de ese Estado de bienestar que contanto esfuerzo se ha
ido tejiendo.
Es más, estas
medidas pueden dañar la verdadera capacidad de competir al influir de forma
negativa en la productividad. La rotación continua de trabajadores en un
mercado laboral precario incidirá negativamente en la cualificación de la mano
de obra y en el interés que pongan las trabajadores en la marcha de sus
empresas. Reducir los ingresos del Estado puede traducirse, por ejemplo, en
menores equipamientos públicos o en una educación más deficiente. Los bajos
salarios deprimirán el consumo, y carece de lógica apostar todas las bazas al
sector exterior olvidando la demanda interna. Aquellos países que presentan
salarios más reducidos, una inferior cobertura de la protección social o unos
derechos laborales más endebles no son precisamente los más competitivos ni en
el ámbito mundial ni en el de la Unión Europea.
El término «competitividad»
aplicado a los países se usa también para señalar la capacidad de atraer
inversiones extranjeras. Es la excusa permanente y más extendida para que los
tributos pierdan su progresividad y para que queden exentas o con un gravamen
muy reducido las rentas de capital. De manera que en aproximadamente treinta
años los sistemas fiscales han retrocedido de forma radical. Si antes se
defendía la primacia de los impuestos directos sobre los indirectos, hoy es al
contrario, y si ayer se aceptaba de forma generalizada que las rentas no
fundadas (de trabajo) deberían tener un trato de favor frente a las rentas
fundadas (de capital), debido a que el propio patrimonio constituye un plus de
seguridad, en la actualidad es al revés, el gravamen sobre las rentas del
capital es inferior al que grava otos ingresos.
Es indudable que la
libre circulación de capitales coloca a los gobiernos frente a desafiantes
retos, pero en todo caso habría que preguntarse si la solución no debe buscarse
en implantar de nuevo políticas de control de capitales. Tal como se ha dicho
de la competitividad, cualquier medida económica -y la libre circulación de
capitales lo es- debe tener por finalidad elevar el bienestar de los ciudadanos.
Si por el contrario hace que la sociedad sea más injusta y que la gran mayoría
de los ciudadanos se vean sometidos a peores condiciones laborales, sociales y
fiscales, es evidente que debe abandonarse.
Por otra parte, la
competitividad de los Estados para atraer capital o, lo que es lo mismo, para
que no se vaya, se lleva a cabo a menudo con planteamientos tramposos. En España,
por ejemplo, el gobierno se ha negado a corregir el escandaloso régimen fiscal
de las sociedades de inversión de capital variable (SICAV) con el pretexto de
que el capital emigraría hacia otras inversiones en el extranjero, pero la
inversión en ellas de ninguna forma garantiza que los recursos se queden en España.
Estas sociedades pueden invertir sin ninguna cortapisa en títulos extranjeros.
Es más, de hecho recientemente, cuando empezaron las presiones en los mercados
en contra de la deuda soberana de los países del sur de Europa, los recursos de
las SICAV invertidos en deuda pública española huyeron hacia otro tipo de
títulos extranjeros. Asimismo, la mayoría de los poseedores de rentas de
capital no tienen ninguna posibilidad ni intención de domiciliarse fuera de
España aun cuando la presión fiscal se incrementase, por lo que el trato de
favor que tienen en el IRPF carece de sentido. Del mismo modo, no se justifica
la eliminación de los impuestos de patrimonio y de sucesiones.
Pero la prueba definitiva
de la falsedad de estos planteamientos radica en que tales políticas, al igual
que se ha afirmado al hablar de los salarios, no conducen más que a una espiral
competitiva, ya que los otros países se verán obligados a reaccionar de idéntica
forma. A pesar de ello, los gobiernos y el discurso económico imperante continúan
defendiendo esta perspectiva. Hay que sospechar, pues, que detrás de los supuestos
argumentos económicos lo que se encuentra es una posición ideológica esclava de
determinados intereses. Que hay más ideología que economía resulta evidente al
descubrir las contradicciones del discurso. Por una parte, se pretende atraer inversión
extranjera, concediendo a las empresas y a las rentas del capital todo tipo de
exenciones y beneficios fiscales; pero, por otra, se concede un régimen fiscal
beneficioso, a través de las entidades de tenencia de valores extranjeros (ETVE),
a las empresas españolas que inviertan en el extranjero. El régimen fiscal de
estas sociedades es tan beneficioso que, en cierta forma y mediante él, España
se ha convertido en un paraíso fiscal, al menos parcialmente, para las grandes
multinacionales.
Desde el año 2002
hasta su reciente prohibición por la Comunidad Europea, las empresas españolas
que invirtiesen en el extranjero han contado además con otro beneficio fiscal importante:
la posibilidad de que en las compras de empresas extranieras el adquirente pueda
considerar como fondo de comercio, amortizable, la diferencia entre el precio
pagado por las acciones y el valor de mercado de la empresa adquirida.
Como se puede
observar, el discurso económico oficial rebosa contraindicaciones. Por un lado,
se defiende la idea de la globalización y de que las empresas son multinacionales,
no tienen nacionalidad; pero, por otro, se habla de empresas españolas y sus
aventuras transoceánicas se consideran gestas nacionales concediéndoles todo
tipo de ayudas fiscales, cuando a la casi totalidad de los ciudadanos españoles
poco les va en ello. Contradicción es estimular fiscalmente al mismo tiempo la
entrada y la fuga de capitales, tal como se está haciendo en España.
El concepto de
competitividad aplicado a los países viene de lejos, pero se generaliza y
adquiere fuerza con la generalización del comercio internacional y la doctrina
del libre cambio, aunque en esta recibe otro nombre, «ventaja comparativa», y
se liga a la balanza de pagos.
Según la teoria del
libre cambio, que parte de David Ricardo, los países se deben especializar en
la producción de aquellos artículos en los que tienen ventaja comparativa (es
decir, son competitivos) y el déficit y el superávit de la balanza de pagos se
corregirán automáticamente mediante el tipo de cambio. La moneda de los países
que tengan superávit se apreciará, mientras que en los que tengan déficit se
devaluará, de forma que los artículos de los primeros se encarecerán en el
mercado internacional (no para los nacionales) y los productos y servicios de
los países con déficit se abaratarán en el exterior (no para los nacionales)
lográndose así el equilibrio. La teoría del libre cambio no defiende, por
supuesto, las devaluaciones competitivas ejecutadas por los gobiernos, sino las
devaluaciones y las correspondientes apreciaciones automáticas de las divisas
producidas en un sistema de tipos de cambio flotantes.
Una vez más, el
discurso económico oficial es incongruente ya que, a la vez que se defiende el
libre cambio y la libre circulación de capitales, se pretende mantener fijo el
tipo de cambio, lo que resulta prácticamente imposible. De ahí las
contradicciones que están surgiendo en la Unión Monetaria Europea. Países con
un importante deficit en su balanza por cuenta corriente como Portugal, Grecia
o España necesitarían depreciar su moneda, mientras que otros como Alemania precisarían
apreciarla. Pero son objetivos contradictorios porque tienen la misma divisa.
De ahí también que sea patente que el plan propuesto por Merkel como Pacto por
la Competitividad, y denominado más tarde Pacto por el Euro, tiene mucho más de
ideología que de economía. Las medidas propuestas –reducción de salarios,
disminución de las futuras pensiones, privatizaciones, etc.- no vienen exigidas
por las dificultades económicas que atraviesan estos países ni están orientadas
a solucionarlas, sino a introducir aquellas propuestas que benefician a las
fuerzas económicas".
¿Queda claro?
2 comentarios:
Los neocons ganan por goleada, preocupante... y el q dice no, es antisistema...
El problema es que la ideología neocon está muy arraigada también en las bases sociales, la competitividad se enseña en las escuelas de primaria.Y lo de cooperar en vez de competir lo llevamos mal, como buena noticia puedes poner q aquí en Huesca también hay un grupo de consumo de productos de proximidad ecológicos y central de compras ya somos 90 usuarios ( unidades familiares), el local nos lo presta la CNT, cada vez más gente alquila huertos y se ven muchas bicis por la calle, buee algo es algo.
Uno de los grandes problemas es que la sociedad en gran parte se cree las mentiras de los gobiernos-bancos, la publicidad de la tele y que la cosa va a mejorar, y me parece q no.
Hay muchas alternativas pero para que funcionen hay q trabajar y eso es incomodo, es mejor ver la tele... hasta q colapse
salu2 =:-))
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