miércoles, septiembre 18, 2013

Reducción de salarios y competitividad

Estaba cenando el sábado con unos amigos y charlando de temas varios salió a relucir el de la privatización de la limpieza que ha llevado a cabo el Ayuntamiento de Huesca y que ha supuesto para los empleados una reducción de su salario a 600 €. No está mal el mordisco. Una aproximación destacada al plato de arroz chino como salario (a pesar de eso, todo un lujo, ya que los becarios, ni eso).

¿Cómo se puede vivir con 600 € al mes? Y si tienen hipoteca estos trabajadores ya ni te cuento. Obviamente a estos niveles salariales no puede haber consumo ni por asomo. ¿No se dan cuenta en este país que en China el nivel salarial de subsistencia (es decir pagar para que vistan harapos y coman) es posible ya que el consumo es externo? ¿Pero el consumo español es externo? ¿Vivimos totalmente de las exportaciones? Evidentemente la respuesta es que no y por lo tanto muchas empresas, en la medida que van bajando los salarios, observan/observarán como bajan sus ventas y así tenemos lo comido por lo servido, pero con un país en ruta al tercermundismo.

Defendía uno de los contertulios la reducción salarial, ya que afirmaba que es la única alternativa que tenemos para sanear nuestra economía. Parece ser que no hay otra que los trabajadores paguen los desaguisados. El mensaje, a fuerza de repetirlo, se lo acaba creyendo la gente, como lo de que "vivíamos por encima de nuestras posibilidades".

PUES NO. Hay muchas otras soluciones como es obvio. Lo que pasa es que tenemos un gobierno ultraliberal, que aplica el recetario neoliberal y naturalmente al CAPITAL, ni se le toca, ya que lo que se persigue es un proceso sin fin (mientras la sociedad aguante, ¡y lo que está aguantando!) de traspaso de las rentas del trabajo a las rentas del capital.

Los economistas Amparo Estrada (coord.), Eduardo Gutiérrez, Alejandro Inurrieta y Alberto Montero, publicaron el año pasado un trabajo titulado "Qué hacemos para construir una alternativa con la que mostrar que es posible otra política económica" (editado por Akal) en el que exponen claramente las muchas posibilidades que tenemos para obtener ese dinero que está saliendo de los bolsillos de los más desfavorecidos a base de recortes y de impuestos.

He aquí una breve descripción de como es posible cambiar las cosas.

Por ejemplo, cambiar la estructura impositiva y corregir el peso de la imposición indirecta, el IVA sin ir más lejos, que perjudica a las rentas más bajas y reduce el consumo y sustituirlo por incrementos de tipo impositivo a las empresas que declaren beneficios por encima del millón de euros. Las grandes empresas, que en teoría deberían pagar un 30% de impuesto de sociedades, pagan en realidad un 9,9 % (datos ejercicio 2010). En 2006 este porcentaje era del 19,9%. ¿Por qué en plena crisis hemos de bajar estos impuestos y subir el IVA? Hay empresas que gracias a los paraísos fiscales estan pagando un ridículo 4%. Piense, querido lector, en lo que paga usted de IRPF.

622 empresas se autoaplicaron (sin control previo de la Hacienda) reducciones de las bases imponibles en base a deducciones fiscales por valor de 8.522 MM. de euros.

También tenemos el diferente tratamiento para las rentas del capital y las rentas del trabajo. Mientras las primeras tienen un 21% fijo las del trabajo pueden llegar hasta un 56%. 35 puntos de diferencia nada menos y si lo comparamos con el tipo (teórico) del Impuesto de Sociedades (30%), tenemos 26%. Y si comparamos con los tipos reales (9,9%), gracias a las deducciones, ya ni te cuento.

¿Por qué se ha eliminado el Impuesto del Patrimonio (recuperado parcialmente para 2011 y 2012), si tanta falta hace incrementar los ingresos del Estado? ¿No decían que esto lo arreglábamos entre todos? En vez de gravar la riqueza, gravamos la pobreza. ¿Por qué ha de pagar el mismo IVA un utilitario de 9.000 € que un Ferrari de 150.000 euros? ¿Por qué no gravamos los artículos de lujo y los consumos de productos con impacto medioambiental?

¡Y que decir del fraude y de los paraísos fiscales! Diferentes estudios cifran el fraude en España entre el 22,5 y el 24% del PIB. La ecomía sumergida se cifra en unos 212.000 MM. de euros. Se estima que Hacienda deja de ingresar cada año 70.000 MM. de euros en concepto de impuestos y de cuotas a la Seguridad Social. Si no hubiese fraude no habría que hacer ningún recorte. Ni bajar pensiones (que las están bajando). Los propios inspectores de Hacienda indican que sólo bajando el fraude 10 puntos se recaudarían 38.000 MM. de euros.

Por lo tanto lo que no hay es voluntad de aplicar cambios en la fiscalidad y perseguir el fraude. Pero ni PP ni PSOE van a hacerlo. ¿Por que será? ¿Por qué eligen el camino de saquear al asalariado? ¿Dónde está realmente el poder en este momento?

También defendía el contertulio, buscando argumentos, que la reducción de salarios era obligada para mantener la COMPETITIVIDAD. Maja palabra esta que sirve para justificarlo todo. Para competir ¿con quién?, cuando estamos hablando, por ejemplo, de la reducción de salarios de los trabajadores de la limpieza del Ayuntamiento de Huesca.

Pero para que quede claro esto de la competitividad, ya de una vez, nada mejor que referirme a ese excelente libro (que debiera ser de obligada lectura en los Institutos) de Juan Francisco Martín Seco titulado “Economía, mentiras y trampas”, que a modo de diccionario, va aclarando los diferentes conceptos económicos y así evitar que nos manipulen si tenemos las cosas claras.

Paso a exponer en detalle lo escrito en este libro sobre el término COMPETITIVIDAD.

"Capacidad para competir en los mercados de bienes y servicios. A pesar de la sencillez de la definición, pocos conceptos habrán presentado mayor complejidad y recibido interpretaciones más divergentes. Pocos también habrán estado tan cargados de ideología. En realidad, el término aparece como una poderosa arma en el lenguaje neoliberal para imponer a las poblaciones las  medidas más reaccionarias y a los trabajadores toda clase de sacrificios. Es una coartada perfecta. Se erige como nuevo dios al que sacrificar todo. Ante sus dictados, ningún otra valor ni objetivo está legitimado para reclamar derecho alguno.


A la voz de que hay que ser competitivos se intenta deprimir los salarios reales, redistribuyendo la renta a favor del capital. Se atacan las cotizaciones sociales y los impuestos, con lo que resulta imposible mantener un sistema de protección social. Se propugna la modificación del mercado laboral, destruyendo las conquistas sociales del pasado, y se retrocede -en fin- hacia modelos económicos trasnochados que ya fracasaron y fueron superados por los acontecimientos.


De hecho, este ídolo no es tan nuevo como algunos pretenden. Es tan vetusto como el sistema económico, tan antiguo como el intercambio comercial. Bertrand Russell cuenta en su libro Libertad y organización que en 1815 RobertOwen buscó la colaboración de Robert Peel con la pretensión de que el Parlamento inglés votase una ley prohibiendo en la industria del tejido el trabajo de los menores de diez años, y limitando a doce horas la jornada de los que no hubiesen cumplido los dieciocho. Medidas tan «generosas» provocaron las iras de los empresarios, que adujeron -amén de los efectos beneficiosos que para el carácter de los niños se derivaban de las muchas horas de trabajo, ya que los hacía laboriosos, obedientes y aplicados- los perjuicios que de tales medidas se seguirían para las fábricas inglesas, impidiendo que compitiesen en el mercado internacional, con la consiguiente ventaja para la industria extranjera.


De haberse asumido la competitividad como regla suprema, tal como en los momentos presentes se nos quiere imponer, es seguro que aún penivirían las condiciones laborales de aquellas fábricas de Escocia, y a ellas retornaremos si adoptamos sus cánones.


En un artículo escrito en 1994, Paul Krugman salía al paso de esta tendencia, calificando la competitividad de obsesión peligrosa cuando se aplica a las naciones; mantenía que en un sentido estricto debería predicarse exclusivamente de las empresas, y que se cometen muchos errores cuando se analiza la competitividad de un país como si se tratase de la de una empresa privada.


El concepto de competitividad remite en primer lugar a las empresas y al mercado. En una economía de libre mercado, las empresas luchan por obtener un trozo cada vez mayor de la tarta. Con frecuencia significa robárselo a la compañía rival, ya que en buena medida la competitividad es un sistema de suma cero: la porción de mercado que gana una empresa la pierde otra. Bien es verdad que hay un procedimiento para que ninguna salga perjudicada; consiste en incrementar la totalidad de la demanda, como consecuencia de aumentar el producto, es decir, la productividad.


Muchos son los factores que influyen en la capacidad de una empresa para competir. El precio es uno de ellos, pero no el único, ni siquiera el más importante. Es más, el precio no depende exclusivamente de los salarios. Los gastos financieros, la política de compras, la organización de la empresa, los propios procesos de fabricación, la tecnología, la administración de stocks, etc., son elementos tanto o más importantes que las retribuciones de los trabajadores a la hora de definir los costes. Además, hay que tener en cuenta que el precio se determina no solo por ellos, sino también por la mesura o desmesura de los empresarios al fijar los márgenes comerciales, esto es, los beneficios.


En una economía de mercado, y en aquellos sectores en los que existe libre concurrencia, parece lógico que la competitividad se constituya en uno de los principales objetivos de las empresas. Pero habrá que recordar que a menudo lo que resulta bueno para una entidad cuando se aplica de forma individual puede resultar nefasto incluso para ella misma si el fenómeno se generaliza. Dentro de los cánones de la economía capitalista, es natural hasta cierto punto que una empresa cuyo objetivo es conseguir el máxima beneficio pretenda disminuir costes, reduciendo la más posible los gastos de personal, con la finalidad de apropiarse de una parte mayor del mercado e incrementar su beneficio. Pero si todas las empresas practican la misma estrategia, el resultado terminaría por ser negativo para cada una de ellas. La minoración de salarios puede deprimir el consumo y con él la actividad y el Producto Interior Bruto (PIB), de manera que aunque alguna obtuviese una parte mayor del pastel, al hacerse este más pequeño el beneficio podría verse finalmente reducido.


La óptica se amplía y adquiere nuevas perspectivas cuando además de referirnos a las empresas pretendemos predicar el concepto de competitividad de los países. A pesar del citado artículo de Krugman, lo cierto es que el discurso económico y las políticas de los gobiernos continúan aplicando el término a la economía nacional y lo utilizan para justificar las medidas duras y antipopulares. Sin embargo, la definición de competitividad referida a un país debe ser mucho más precisa que la de una empresa.

El mismo Krugman en su libro El internacionalismo moderno afirma que la definición más popular de competitividad es la de Laura Tyson: «Nuestra capacidad para producir bienes y servicios que cumplan los tests de la competencia internacional, mientras nuestros ciudadanos disfrutan de un nivel de vida a la vez creciente y sostenible». La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) ofrece una definición similar, entendiendo la competitividad como la medida en que una nación, en un sistema de libre comercio y condiciones equitativas de mercado, puede producir bienes y servicios que superen la prueba de los mercados internacionales, al tiempo que mantiene e incrementa el ingreso real de su pueblo a largo plazo.


Ambas definiciones coinciden en no considerar la competitividad como un fin absoluto y en que no haya que estar dispuestos a pagar cualquier precio por su consecución. Ser competitivos ¿para qué? De nade vale lograr las cotas más amplias de competitividad en ciertas industrias  o productos si es a costa de deprimir las condiciones sociales y económicas de la mayoría de la población. Por otra parte, es cada vez más importante la parcela de la realidad económica que queda al margen de la competencia y, desde luego, mucho más extensa la que permanece ajena a la concurrencia internacional. El concepto de competitividad difícilmente es aplicable -y en muchos casos no sería ni conveniente- a los bienes y servicios públicos.


En estos se podrá hablar de eficacia y eficiencia, incluso –y con dificultades- de aumentos en la productividad, pero en ningún caso de que sean competitivos de acuerdo con los criterios que aplicamos al tráfico mercantil.


La casi totalidad del sector servicios permanece excluida de la competencia exterior -en gran medida tambien de la interna- y resultan prácticamente vanos los titánicos intentos que se hacen desde posiciones liberales por introducir en ellos concurrencia; todo lo más que logran es sustituir en algunos sectores un monopolio estatal por un oligopolio privado. Pero es que, hasta en aquellas industrias sometidas al comercio internacional, la mayoría de los mercados están lejos de adecuarse a las pautas de esos modelos de libro de texto que algunos se empeñan en describirnos. Ni son transparentes, ni concurrenciales, ni perfectos. Nos movemos en un mundo de economías de escala, donde el coste de producción se abarata a medida que aumentan las unidades producidas, lo que justifica la tendencia a ampliar lo más posible los mercados, al tiempo que se persigue el monopolio, o al menos el oligopolio, ya que cuanto más amplio es el mercado que se domina, más probabilidades hay de reducir costes. En cierta medida, los mercados terminan por ser cautivos. La única posibilidad de hacerse un «nicho» en la fabricación de ciertos productos es mediante cuantiosas acumulaciones de capital e introduciendo particularidades en los artículos que los singularicen de alguna manera. Existe, pues, junto a la globalización geográfica, una fragmentadón de los mercados en la que, en realidad, cada empresa actúa como monopolista de sus propios productos diferenciados. Se da así un nuevo concepto de concurrencia, llamada a veces competencia imperfecta o monopolistica en la que las empresas, lejos de ser precio-aceptantes, tienen una relativa capacidad para fijar sus precios. Esta nueva organización productiva solo es viable si se cuenta can mercados extensos, y la rentabilidad será tanto mayor cuanto mayor sea el volumen de producción y ventas. Se juega, pues, con funciones de costes marginales decrecientes.


Estas circunstancias relativizan el papel del precio y, como consecuencia, de los costes, a la hora de adquirir ventajas comparativas en los mercados internacionales. La calidad, el diseño, la política comercial, el tamaño de la empresa, la organización y otras muchas variables, entre las cuales se encuentran también elementos y características generales del país de que se trate (infraestructuras, comunicaciones, educación y formación de la mano de obra, tecnología, funcionamiento correcto de la Administración y de la justicia), pueden tener una importancia mayor a la hora de competir que el precio y los costes.


Existen dos formas de intentar alcanzar la tan ansiada competitividad. La primera es real, correcta, mediante  modificaciones efectivas del proceso productivo, incrementando, pues, la productividad. Se innova, se investiga, se modernizan las estructuras y las técnicas, se organiza y se utiliza mano de obra cada vez más cualificada. La segunda es ficticia, artificial. Se encamina exclusivamente a reducir costes, y por lo tanto el precio, bien modificando el tipo de cambio, bien disminuyendo las salarios y las cotizaciones sociales, bien rebajando los impuestos o incrementando las subvenciones. La reducción de los costes en estos casos no viene motivada por ningún avance en la productividad, sino que es el simple resultado de artificios, más o menos tramposos, con los que ganar momentáneamente cuotas de mercado. Momentáneamente, porque hay que suponer que los competidores no permanecerán impasibles ante estas medidas y reaccionarán de forma igual o parecida.


El G-20 viene afirmando que las devaluaciones competitivas no son el mecanismo adecuado para adquirir una mayor cuota de mercado. Únicamente se conseguiría, dicen, crear el caos en los mercados de cambio y generar un clima de inestabilidad monetaria: todos los Estados se adentrarían en una carrera sin fin para depreciar su moneda. Pero ¿por qué no se aplica el mismo criterio cuando se trata de reducir salarios, desregular el mercado laboral o bajar los impuestos y las cotizaciones sociales? También en estas materias los otros gobiernos actuarán con similares medidas, y al final todo quedará igual, ya que la competitividad es un juego de suma cero. Todo no, los trabajadores vivirán infinitamente peor y se habrán destruido muchos elementos de ese Estado de bienestar que contanto esfuerzo se ha ido tejiendo.


Es más, estas medidas pueden dañar la verdadera capacidad de competir al influir de forma negativa en la productividad. La rotación continua de trabajadores en un mercado laboral precario incidirá negativamente en la cualificación de la mano de obra y en el interés que pongan las trabajadores en la marcha de sus empresas. Reducir los ingresos del Estado puede traducirse, por ejemplo, en menores equipamientos públicos o en una educación más deficiente. Los bajos salarios deprimirán el consumo, y carece de lógica apostar todas las bazas al sector exterior olvidando la demanda interna. Aquellos países que presentan salarios más reducidos, una inferior cobertura de la protección social o unos derechos laborales más endebles no son precisamente los más competitivos ni en el ámbito mundial ni en el de la Unión Europea.


El término «competitividad» aplicado a los países se usa también para señalar la capacidad de atraer inversiones extranjeras. Es la excusa permanente y más extendida para que los tributos pierdan su progresividad y para que queden exentas o con un gravamen muy reducido las rentas de capital. De manera que en aproximadamente treinta años los sistemas fiscales han retrocedido de forma radical. Si antes se defendía la primacia de los impuestos directos sobre los indirectos, hoy es al contrario, y si ayer se aceptaba de forma generalizada que las rentas no fundadas (de trabajo) deberían tener un trato de favor frente a las rentas fundadas (de capital), debido a que el propio patrimonio constituye un plus de seguridad, en la actualidad es al revés, el gravamen sobre las rentas del capital es inferior al que grava otos ingresos.


Es indudable que la libre circulación de capitales coloca a los gobiernos frente a desafiantes retos, pero en todo caso habría que preguntarse si la solución no debe buscarse en implantar de nuevo políticas de control de capitales. Tal como se ha dicho de la competitividad, cualquier medida económica -y la libre circulación de capitales lo es- debe tener por finalidad elevar el bienestar de los ciudadanos. Si por el contrario hace que la sociedad sea más injusta y que la gran mayoría de los ciudadanos se vean sometidos a peores condiciones laborales, sociales y fiscales, es evidente que debe abandonarse.


Por otra parte, la competitividad de los Estados para atraer capital o, lo que es lo mismo, para que no se vaya, se lleva a cabo a menudo con planteamientos tramposos. En España, por ejemplo, el gobierno se ha negado a corregir el escandaloso régimen fiscal de las sociedades de inversión de capital variable (SICAV) con el pretexto de que el capital emigraría hacia otras inversiones en el extranjero, pero la inversión en ellas de ninguna forma garantiza que los recursos se queden en España. Estas sociedades pueden invertir sin ninguna cortapisa en títulos extranjeros. Es más, de hecho recientemente, cuando empezaron las presiones en los mercados en contra de la deuda soberana de los países del sur de Europa, los recursos de las SICAV invertidos en deuda pública española huyeron hacia otro tipo de títulos extranjeros. Asimismo, la mayoría de los poseedores de rentas de capital no tienen ninguna posibilidad ni intención de domiciliarse fuera de España aun cuando la presión fiscal se incrementase, por lo que el trato de favor que tienen en el IRPF carece de sentido. Del mismo modo, no se justifica la eliminación de los impuestos de patrimonio y de sucesiones.


Pero la prueba definitiva de la falsedad de estos planteamientos radica en que tales políticas, al igual que se ha afirmado al hablar de los salarios, no conducen más que a una espiral competitiva, ya que los otros países se verán obligados a reaccionar de idéntica forma. A pesar de ello, los gobiernos y el discurso económico imperante continúan defendiendo esta perspectiva. Hay que sospechar, pues, que detrás de los supuestos argumentos económicos lo que se encuentra es una posición ideológica esclava de determinados intereses. Que hay más ideología que economía resulta evidente al descubrir las contradicciones del discurso. Por una parte, se pretende atraer inversión extranjera, concediendo a las empresas y a las rentas del capital todo tipo de exenciones y beneficios fiscales; pero, por otra, se concede un régimen fiscal beneficioso, a través de las entidades de tenencia de valores extranjeros (ETVE), a las empresas españolas que inviertan en el extranjero. El régimen fiscal de estas sociedades es tan beneficioso que, en cierta forma y mediante él, España se ha convertido en un paraíso fiscal, al menos parcialmente, para las grandes multinacionales.


Desde el año 2002 hasta su reciente prohibición por la Comunidad Europea, las empresas españolas que invirtiesen en el extranjero han contado además con otro beneficio fiscal importante: la posibilidad de que en las compras de empresas extranieras el adquirente pueda considerar como fondo de comercio, amortizable, la diferencia entre el precio pagado por las acciones y el valor de mercado de la empresa adquirida.


Como se puede observar, el discurso económico oficial rebosa contraindicaciones. Por un lado, se defiende la idea de la globalización y de que las empresas son multinacionales, no tienen nacionalidad; pero, por otro, se habla de empresas españolas y sus aventuras transoceánicas se consideran gestas nacionales concediéndoles todo tipo de ayudas fiscales, cuando a la casi totalidad de los ciudadanos españoles poco les va en ello. Contradicción es estimular fiscalmente al mismo tiempo la entrada y la fuga de capitales, tal como se está haciendo en España.


El concepto de competitividad aplicado a los países viene de lejos, pero se generaliza y adquiere fuerza con la generalización del comercio internacional y la doctrina del libre cambio, aunque en esta recibe otro nombre, «ventaja comparativa», y se liga a la balanza de pagos.


Según la teoria del libre cambio, que parte de David Ricardo, los países se deben especializar en la producción de aquellos artículos en los que tienen ventaja comparativa (es decir, son competitivos) y el déficit y el superávit de la balanza de pagos se corregirán automáticamente mediante el tipo de cambio. La moneda de los países que tengan superávit se apreciará, mientras que en los que tengan déficit se devaluará, de forma que los artículos de los primeros se encarecerán en el mercado internacional (no para los nacionales) y los productos y servicios de los países con déficit se abaratarán en el exterior (no para los nacionales) lográndose así el equilibrio. La teoría del libre cambio no defiende, por supuesto, las devaluaciones competitivas ejecutadas por los gobiernos, sino las devaluaciones y las correspondientes apreciaciones automáticas de las divisas producidas en un sistema de tipos de cambio flotantes.


Una vez más, el discurso económico oficial es incongruente ya que, a la vez que se defiende el libre cambio y la libre circulación de capitales, se pretende mantener fijo el tipo de cambio, lo que resulta prácticamente imposible. De ahí las contradicciones que están surgiendo en la Unión Monetaria Europea. Países con un importante deficit en su balanza por cuenta corriente como Portugal, Grecia o España necesitarían depreciar su moneda, mientras que otros como Alemania precisarían apreciarla. Pero son objetivos contradictorios porque tienen la misma divisa. De ahí también que sea patente que el plan propuesto por Merkel como Pacto por la Competitividad, y denominado más tarde Pacto por el Euro, tiene mucho más de ideología que de economía. Las medidas propuestas –reducción de salarios, disminución de las futuras pensiones, privatizaciones, etc.- no vienen exigidas por las dificultades económicas que atraviesan estos países ni están orientadas a solucionarlas, sino a introducir aquellas propuestas que benefician a las fuerzas económicas".


¿Queda claro?



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Los neocons ganan por goleada, preocupante... y el q dice no, es antisistema...

Anónimo dijo...

El problema es que la ideología neocon está muy arraigada también en las bases sociales, la competitividad se enseña en las escuelas de primaria.Y lo de cooperar en vez de competir lo llevamos mal, como buena noticia puedes poner q aquí en Huesca también hay un grupo de consumo de productos de proximidad ecológicos y central de compras ya somos 90 usuarios ( unidades familiares), el local nos lo presta la CNT, cada vez más gente alquila huertos y se ven muchas bicis por la calle, buee algo es algo.

Uno de los grandes problemas es que la sociedad en gran parte se cree las mentiras de los gobiernos-bancos, la publicidad de la tele y que la cosa va a mejorar, y me parece q no.

Hay muchas alternativas pero para que funcionen hay q trabajar y eso es incomodo, es mejor ver la tele... hasta q colapse

salu2 =:-))

 
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