Hoy ha sido un día urbanita. Tocaba ver exposiciones muy interesantes. Una de ellas en Caixaforum: la del fotógrafo norteamericano Friedlander. La maravilla de disponer de una moto nos permite ir de puerta a puerta y aprovechar el tiempo al máximo.
Jordi Calafell me habló de está exposición y como gran aficionado que es a la fotografía su opinión no podía desestimarse. La verdad es que no conocía a Friedlander, pero esta exposición tan imponente (¡500 fotografías!, pero excluidas las de su vertiente comercial) permite hacerse una idea de su vasta y prolífica obra, porque Friedlander lleva dándole 50 años (nació en 1934) al disparador. Básicamente su obra es en blanco y negro. Primero con una Leica (elemental querido Watson) y después, muy recientemente, una Hasselblad Superwide (que permite fotos con una nitidez increíble en formato cuadrado).
La magnitud del período abarcado le ha permitido desarrollar multitud de proyectos. Destacan las fotografías del paisaje social estadounidense, escenas cotidianas de la calle y sobretodo gente, ya que Friedlander es en esencia un observador de individuos y su colección de fotos de personas en su lugar de trabajo (obreros, oficinistas, teleoperadores, tc.) es única.
Destacar su serie de monumentos históricos estadounidenses, desde los más nobles hasta los más ridículos. Y de estos últimos hay un montón.
Friedlander ha publicado sus fotografías en libros y lleva hasta la fecha nada más y nada menos que 24. En la exposición pueden consultarse.
No faltan los desnudos, pero son muy especiales, ya que huyen del trasfondo sexual.
Cuando salimos de la exposición, parados en un semáforo con la moto, nos vimos reflejados en los espejos de un hotel y nos hicimos una foto a su estilo, es decir, como decía Friedlander: “Para tomar una fotografía hay que quedarse quieto en un punto, al menos durante un momento, y desde allí no se ven las hojas del otro lado del árbol. Hay que pensar en la fotografía, pues, como en un juego con dos reglas: por un lado debemos gestionar su generosidad exasperante, ya que la cámara capta todo lo que ve, nos guste o no; por otro, tenemos que tener en cuenta todo lo que no incluye, ya que lo que la cámara no ha visto no ha existido nunca.”
Las lunas de los escaparates (o de un hotel, como en este caso) confunden exterior e interior, universos paralelos, repletos de capas superpuestas y de omisiones.
Jordi Calafell me habló de está exposición y como gran aficionado que es a la fotografía su opinión no podía desestimarse. La verdad es que no conocía a Friedlander, pero esta exposición tan imponente (¡500 fotografías!, pero excluidas las de su vertiente comercial) permite hacerse una idea de su vasta y prolífica obra, porque Friedlander lleva dándole 50 años (nació en 1934) al disparador. Básicamente su obra es en blanco y negro. Primero con una Leica (elemental querido Watson) y después, muy recientemente, una Hasselblad Superwide (que permite fotos con una nitidez increíble en formato cuadrado).
La magnitud del período abarcado le ha permitido desarrollar multitud de proyectos. Destacan las fotografías del paisaje social estadounidense, escenas cotidianas de la calle y sobretodo gente, ya que Friedlander es en esencia un observador de individuos y su colección de fotos de personas en su lugar de trabajo (obreros, oficinistas, teleoperadores, tc.) es única.
Destacar su serie de monumentos históricos estadounidenses, desde los más nobles hasta los más ridículos. Y de estos últimos hay un montón.
Friedlander ha publicado sus fotografías en libros y lleva hasta la fecha nada más y nada menos que 24. En la exposición pueden consultarse.
No faltan los desnudos, pero son muy especiales, ya que huyen del trasfondo sexual.
Cuando salimos de la exposición, parados en un semáforo con la moto, nos vimos reflejados en los espejos de un hotel y nos hicimos una foto a su estilo, es decir, como decía Friedlander: “Para tomar una fotografía hay que quedarse quieto en un punto, al menos durante un momento, y desde allí no se ven las hojas del otro lado del árbol. Hay que pensar en la fotografía, pues, como en un juego con dos reglas: por un lado debemos gestionar su generosidad exasperante, ya que la cámara capta todo lo que ve, nos guste o no; por otro, tenemos que tener en cuenta todo lo que no incluye, ya que lo que la cámara no ha visto no ha existido nunca.”
Las lunas de los escaparates (o de un hotel, como en este caso) confunden exterior e interior, universos paralelos, repletos de capas superpuestas y de omisiones.
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