viernes, marzo 23, 2007

Las partículas elementales de Michel Houellebecq

Mientras saboreo el té de las seis (las cinco en el Reino Unido; cumplo así con las estrictas normas inglesas), escucho/veo a los Eagles (carrozones con encanto) en el concierto que dieron en Melbourne en su último tour y cuatro gotas humedecen la terraza, me he propuesto escribir unas líneas sobre el penúltimo libro que he leído: Las partículas elementales de Michel Houellebecq, un libro de lectura nada cómoda.

Reconozco que aún no había leído nada del enfant terrible de las letras francesas actuales. Pero no voy a escribir una crítica sobre el libro. Tendría que dedicarle mucho tiempo (bien escaso) y ya puestos, mejor me dedicaba a la crítica literaria, que seguro que me daría más gratificaciones intelectuales que las finanzas (aunque tengo claro que no vería un euro).

Houellebecq es un escritor que trabaja la provocación, tanto en sus libros como en su actividad mediática. No hay mejor marketing que el que se hace uno mismo (Dalí dixit). Así sus novelas suscitan tanto los elogios como las condenas más enconadas.

Pero para su provocación, a mi modo de ver, recurre a algo muy manido: el sexo. El libro rebosa sexo desde la primera a la última página. Llega a cansar. Pero la provocación va más allá. En un giro reaccionario increíble no duda en culpabilizar de la decadencia occidental a la revolución del 68 y a sus hijos, decadentes por la herencia recibida (o por la mala educación recibida, según Houellebecq).

Pretende ser ácido con la sociedad y no es para menos, ya que hemos convertido el rechazo del trabajo alienado en paro permanente, el gusto por la movilidad y la incertidumbre en la precarización total de la existencia, el deseo de abolir las fronteras entre la universidad y la vida en “formación continua”, etc.,etc. El neoliberalismo ha recuperado el repertorio crítico de 1968 y lo emplea para profundizar la utopía que esta en su base: reducir el tejido social a los intercambios ‘racionales’ de Robinsones egoístas libres de cualquier forma de fidelidad o pertenencia política que estorbe su circulación líquida por los conductos establecidos de la producción y el consumo.

Houellebecq hace un diagnóstico de las sociedades europeas de principios de este siglo que más parece una autopsia. Izquierdas, derechas, utopías, es igual: hay palos para todos.

Sin embargo ha tenido precursores que le superan en todos los aspectos. Dicen que podemos comparar a Houllebecq con Kafka, Céline y Camus por su negro y vacío diagnóstico de la sociedad y por la violencia verbal. Ya Céline cuando escribió el memorable Viaje al fin de la noche creó toda una escuela literaria y no digamos Camus con el sexo. Houellebecq no les llega ni a la suela de los zapatos y, dentro de todo, no descubre nada nuevo. Según Fukuyama ya estamos al cabo de la calle: hemos alcanzado el fin de la historia, la civilización está agotada y nada tiene que decir, salvo consumir artículos, ver la tele o irse a pasear muertos de aburrimiento por el centro comercial más próximo.

Hay que agradecer a Houllebecq que dedique alguna que a otra página del libro a abordar temas divulgativos (siempre se aprende algo). Así se abordan rudimentos de mecánica cuántica, de biología determinista o de sociología. Bajo tal manto científico se transmite camuflado todo un catecismo personal del autor sobre multitud de temas actuales en los cuales localiza, sin excepción, hipocresía, estupidez, corrupción y violencia.

En resumen, una novela y un autor que venden mucho. Una novela absorbente, pero tan ácida que acabas pensando que es de ciencia-ficción. Un producto que se presenta como literario sin serlo del todo. Pero Houellebecq seguirá vendiendo, sin duda.

Por último y como dato anecdótico, señalar que Houellebecq ha fijado su residencia en Almería y que es uña y carne con Fernando Arrabal. Y como afirma el dicho popular: “Dios los cría y ellos se juntan”.

Nota: no os quejaréis, ya que hablo del libro y no os desvelo nada de la trama.

 
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