Creo saber porqué mucha gente abandona las ciudades para vivir en el campo. Lo socorrido es pensar que es debido a la contaminación, el estrés, la masificación o el coste de la vida en una gran ciudad. Pues nada de eso. La razón es que en los pueblos no suelen haber edificios altos, que son los que tienen ascensores en los cuales hay siempre en su interior un maldito espejo, al que hay que hacer frente cada una de las mañanas de nuestras vidas. Es terrorífico. Por eso, durante muchos años, yo he bajado los ocho pisos que me separan de la calle a pie.
Me diréis que hay un espejo del que no nos escapamos: el espejo del baño. Pero es diferente. Yo cuando me levanto no sé bien en que mundo estoy y pienso siempre que el que veo enfrente es otro. ¿Quién debe ser ese que me mira?, pienso. Cuando empiezo a darme cuenta que soy yo y no otro, ya me he enjabonado la cara y estoy afeitándome. De esta forma evito lo irremediable. Nunca entenderé a las mujeres que pasan horas y horas contemplándose en ellos.
Comparto mi horror a los espejos con el genial Borges. Los espejos siempre están presentes en su obra. Por ejemplo en Ficciones empieza así en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» (¿os suena este nombre?): “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar”, y sigue más adelante “Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”.
Estoy de acuerdo en parte. Los espejos lo multiplican todo. No sólo a los hombres.
Recuerdo la primera vez que un espejo me produjo un profundo espanto. Fue en la peluquería. Allí estaba yo, sentado sin posible escapatoria, enfrentado a un enorme espejo que cubría toda la pared. No había sentido nada especial hasta aquel momento. Mi imagen iba variando por momentos a medida que avanzaba la faena del peluquero, que por aquellos tiempos era todo menos un artista. Pero cuando llegó al final vino lo terrible, sacó un espejo pequeño y me lo puso en el cogote, para que contemplase su obra. Delante de mí aparecieron un sinfín de imágenes iguales y gradualmente más pequeñas que se multiplicaban sin fin. Me entró el vértigo: ¡pensé que estaba contemplando por primera vez el infinito, del que tantas veces me habían hablado! Desde entonces los espejos y yo no nos llevamos bien.
También había espejos, multitud de ellos, en el Tibidabo, montaña que domina Barcelona y en la cual hay un pequeño parque de atracciones. Era un sueño poder subir un Domingo a lo alto de la montaña y disfrutar de todo lo que había…excepto de los espejos que, alojados en una sala, reflejaban a las personas deformadas de múltiples formas. Tan pronto eras bajo, como alto y delgado hasta límites increíbles. La gente se reía. Yo no. Y pude comprobar que los espejos no siempre reflejan la realidad.
Hay espejos inolvidables. Recuerdo el de la cafetería del Hotel Pere Palas en Estambul. En este hotel y en este bar Agatha Christie escribía sus novelas y en particular Asesinato en el Orient Express. El bar tiene un espejo, detrás de la barra, maravilloso. Pero no cuela. Es un espejo. Te tomas el té inmerso en la inseguridad. Es como si te vigilase alguien. Los bares y restaurantes son lugares propensos a contener espejos en cuantía y tamaño desmedidos.
También advertir que hay muchos tipos de espejos y son también peligrosos; si no mirar lo que le paso a Narciso, el mito griego que se contempló en el agua de una fuente y quedó tan prendado de su belleza que se enamoró de si mismo.
Y por último el más peligroso de todos. El espejo de la Ciencia, que intenta describir y explicar la realidad circundante, intentando reflejar el universo, aunque más bien todo puede no ser más que una compleja construcción de la mente humana.
Lo dicho. Evitar los espejos.
Notas:
1) Ya se que algún erudito me dirá que cuando Borges habla de espejos posiblemente se está refiriendo a los libros, que son los “espejos” del mundo. En la Edad Media a las enciclopedias se las denominaba especulum. El espejo en el relato «Tlön…» bien puede ser un símbolo de la memoria que se nutre de los libros; y la enciclopedia un imperfecto espejo del mundo real y que se refleja en la memoria.
2) Heresiarca: autor y propagador de una herejía.